HACIA PUNTA ARENAS, CON LA SOLEDAD A CUESTAS (Parte II)
- Pachayaku
- 26 jul 2019
- 7 Min. de lectura

En lo profundo del cielo una luz tenue y blanquecina surgió, las nubes rozaban la tierra y el horizonte dejó de ser penumbra volviéndose un telón ceniciento. Eran las diez de la mañana en San Sebastián, Argentina y empezaba a amanecer. La temperatura estaba ubicada en unos terribles dos grados centígrados bajo cero y la lluvia que no había parado en toda la noche, empezó a hacerse más intensa hasta volverse un aguacero tormentoso. El desayuno fue una tasa de avena y unas galletas saladas con sabor a jamón que se comió en segundos, justo antes de la llegada de la señora Adriana, una mujer de baja estatura y rubia, la encargada de hacer el aseo en el refugio. Con Nina Wayra cargada con las alforjas, Pachayaku salió de la pequeña cabaña con un vaso de café humeante en la mano izquierda. Lo primero que vio y pensó fue en aquella lluvia torrencial que caía, pero no había tiempo que perder, era momento de salir, lo esperaban ciento cincuenta kilómetros entre San Sebastián y el Porvenir (Chile).
Al salir de la estación fronteriza del gobierno argentino, la carretera asfaltada se acabó, del negro intenso del camino que lo había acompañado desde Ushuaia pasó a un sendero destapado marrón, lleno de baches inundados y arropado con unas piedras diminutas que atascaban la bicicleta. Era el temido paso del que tanto había escuchado, deshabitado y traicionero pero obligatorio para llegar hasta su próximo destino, Punta Arenas. Cuando las ruedas llegaron al camino, sintió de inmediato el sonido del caucho de los neumáticos rozando y apartando la arenisca. Pachayaku calculó algunos minutos, máximo una hora para llegar al puesto de control chileno, pero tras los primeros metros empezó a dudar, la rodilla izquierda volvió a dolerle, la primera curva llegó, tomó una bocanada de aire y el vacío en el estómago se le anidó de nuevo.

El agua se le metía por todas partes, en ocasiones la lluvia venía de los lados, luego cambiaba de dirección y lo hacía desde el frente. Baldazos de agua helada le caían también desde arriba, incluso sintió en algunos momentos que llovía desde el suelo.
Pensaba en otras cosas para aliviar el dolor de rodilla o al menos, aliviarlo con sus pensamientos fugitivos. Fue así como empezó a pedalear muy lentamente entre el fango y el odómetro avanzaba en suspenso, los números digitalizados cambiaban perezosamente, como si no quisieran hacerlo. La bicicleta resbalaba, con cada pedalazo las ruedas se movían algunos metros hacia el frente, pero con el viento huracanado y el lodazal, Nina Wayra se iba un metro a la derecha y luego a la izquierda. Tras una hora y treinta y cinco minutos, el camino mejoró un poco, la lluvia dejó de ser intensa y se volvió diminuta, puntiaguda. Habían pasado once kilómetros y a mano derecha un cartel verde y con letras blancas le sacó una sonrisa a Pachayaku. “Bienvenidos a la República de Chile”.

El paso fronterizo de San Sebastián del lado chileno no distaba mucho en aspecto de su contraparte argentina. Casas en madera largas como vagones de tren, anuncios del gobierno, señales de tránsito, mediciones en kilómetros desde allí a las ciudades más cercanas y el mismo camino fangoso. Revisaron su pasaporte, algunas preguntas, un sello, todo el proceso normal, hasta que apareció un viajero mexicano que iba en carro y empezó a hacer un video, estaba maravillado de ver a un hombre en bicicleta en medio de aquel camino y soportando la furia del clima austral. En la tienda de comidas Pachayaku pidió agua para llenar sus cantimploras y para limpiar a Nina Wayra que estaba atestada de barro entre la cadenilla y los piñones. Eliana, una chica muy joven y encargada del puesto de comida, le regala una sonrisa tímida y una hamburguesa al colombiano quien le pone salsa de ají para calentarse. Vuelve a los pedales, le esperaban diez kilómetros para alcanzar el primero de cuatro refugios que la municipalidad del Porvenir tiene dispuestos en esa ruta.
Después del punto fronterizo chileno, el asfalto en el camino regresó, un poco deteriorado pero había pavimento y eso era suficiente para llenar de ánimo al superhéroe criollo. En el camino encontró subidas dolorosas para la rodilla izquierda, descensos prolongados que relajaban las piernas, curvas cerradas y otras muy abiertas. La niebla que bordeaba las colinas circundantes se posó sobre la vía, descendió tanto, que el camino desapareció, sólo se alcanzaba a ver las piernas, los pedales y la cadenilla. Las luces de los carros que pasaban junto a él desaparecían de inmediato, la pintura blanca demarcando la carretera se volvió difusa hasta que desapareció. Era como pedalear en una bicicleta estática, el viaje se hizo peligroso, era como avanzar con los ojos vendados, hasta que en un instante, las nubes se elevaron como un cohete desde el suelo y el camino regresó a los ojos de Pachayaku.
Al completar diez kilómetros desde la frontera chilena, el primer refugio apareció. Era una casa diminuta, parecía sacada de una fábula infantil, con sus ventanas en cuadro y su pequeña puerta, pero el acto de hospitalidad le pareció tan increíble que le sacó lágrimas a Pachayaku. Bebió algo de agua, revisó la bicicleta, se frotó las piernas y puso presión con sus manos en la rodilla izquierda, como tratando de poner las carnes, los tendones y la sangre en su lugar para que nunca más volviera a dolerle. Tras unos minutos, se subió de nuevo en Nina Wayra, antes de empezar a pedalear, volteó su cabeza y miró el refugio, sintió el frío polar, el viento ensordecedor, una punzada en la rodilla y el vacío intestino que no lo dejaba en paz. Su mirada la clavó por unos segundos en la puerta de la caseta, agudizó sus ojos, parecía esperando que los gnomos salieran y fueran a su encuentro. Reacciona, sacude su cabeza, como intentando sacarse una mala idea de la mente y vuelve a pedalear. Más adelante se encontraba el siguiente refugio, allí pasaría la noche.

Desde ese punto el vacío en el estómago se agudizó, no era un dolor profuso, era un eco que ronroneaba y le llegaba a lo profundo de su mente. La carretera pasaba ante sus ojos, los guanacos saltaban muy cerca escabulléndose de inmediato al meterse por entre los matorrales y unos árboles exiguos, de tallos anchos y ramales atrofiados, como aplastados por el cielo y el viento. No pasó ningún otro carro, la lluvia reapareció, el cielo se llenó de densos nubarrones oscuros que descendían rápidamente hasta hacerse niebla, como la que en la tarde hizo desaparecer el mundo y pronto la llovizna se hizo un aguacero, justo cuando el segundo refugio quedó ante los ojos de Pachayaku, casi a las seis y media de la tarde.
No tuvo tiempo de revisar la casa, ingresó de inmediato, bajó las cosas de Nina Wayra, se quitó la ropa y se metió en la bolsa de dormir. Con los ojos bien abiertos vio pasar las horas, la oscuridad pronto dominó en el lugar, escuchaba el viento que azotaba las tablas de madera del refugio y hasta llegó a imaginarse el frío gélido allá afuera. Cerca de la diez de la noche se quedó dormido, con la cabeza parcialmente afuera del ‘sleeping’ y en posición fetal. Al día siguiente despertó temprano, se preparó un café con agua helada ya que la cocina no funcionó, se comió unas galletas, esculcó entre las alforjas encontrando un poco de algo que devoró de inmediato, sin mirar lo que era y sin sentir su sabor, se lo tragó al instante. Afuera en el refugio una patrulla de Carabineros de Chile estaba apostada con sus luces intermitentes encendidas, dos hombres vestidos con camperas de color café intenso, en donde guardaban sus manos y no las dejaban ver, hablaban entre ellos y sonreían. Pachayaku los vio y salió a su encuentro con un saludo efusivo, de esos tan alegres que pueden contagiar con vida a un moribundo.

Hablaron de todo, se hicieron amigos y en menos de nada, bicicleta y ciclista estaban montados en la patrulla policial, devorando el camino que quedaban entre aquel refugio y el Porvenir. El cielo parecía el mismo del día anterior, gris, con una nube gigantesca y oscura levitando sobre él, moviéndose lento y esperando la menor oportunidad para volverse tormenta. En el carro sentía el frío asesino metiéndose por entre la ropa y la piel hasta calar en los huesos, el viento despiadado tronando como un ciclón tropical y en el estómago seguía el vacío igual de intenso, los ojos se le encharcaron, dejando caer dos lágrimas en silencio, sin que los policías se dieran cuenta. Estaba pensando de nuevo en Colombia, en su madre Blanca María Díaz, pensó en ella de forma tan intensa que se imaginó la sabana de Bogotá –donde ella vive- con sus árboles de eucalipto y ella ahí con su sonrisa en pétalo y su cabello oscuro. Pachayaku pasó su mano derecha por el estómago, confirmó que era soledad y que no había nada de malo en ello.

Los carabineros eran el Sargento Denis y el Cabo primero Futalep, eran dos servidores amables y muy curiosos con la historia de Pachayaku, en parte por su sexto sentido policiaco de investigar a fondo. Al llegar, gestionaron una cama en la hostería Kawi, un pequeño hotel de camino pero con camas limpias y agua caliente. Era el primer descanso en varios días en un lugar confortable y más parecido a una habitación, con comida caliente y servida a la mesa, televisión e internet. La noche se fue apacible, durmió muchas horas, la mente no se le metió en los sueños y al despertar la sensación de tristeza y soledad habían desaparecido o mejor aún, comprendió que la soledad que llevaba a cuestas no se le quitaría jamás pero le serviría de combustible para seguir pedaleando hasta volver a Colombia.
Desde el Porvenir y tras la ausencia de un puente que comunique la isla de la Tierra del Fuego con la Chile continental, existen ferris que salen a diario, llevando personas, carga y automóviles, en un viaje de algo menos de tres horas de navegación. El cruce del Estrecho de Magallanes fue gestionado por el Sargento Denis que pagó los diez mil pesos chilenos (15 USD) del tiquete en ferri y la comida a bordo. Las olas del mar atrapadas en el canal, en donde se encuentran las aguas de los océanos Pacífico y Atlántico, no fueron problema para el barco el Pathagon, que cruzó el estrecho de forma tranquila, mientras Pachayaku recordaba el tortuoso viaje desde Río Grande y las adversas condiciones climáticas que a esa altura del viaje se estaban volviendo normales para el colombiano. Aquella punzada en su estómago que lo puso a prueba en la mayor parte del camino, se estaba desvaneciendo con lentitud, podía sentir cómo salía de su cuerpo, liberándolo de una carga muy pesada y que desde ese momento sólo la tendría en su mente cada vez que necesitara motivación. Así, más ligero y tranquilo, Pachayaku con sus manos aferradas a una baranda blanca que sobresalía del barco, lanzó una sonrisa mientras miraba el horizonte repleto de nubes cenicientas.

Punta Arenas, Provincia de Magallanes, Región de Magallanes y de la Antártica Chilena, 26 de julio de 2019.
Escribe: José Arnoldo Vargas C.
Relatos: Jeferson Valderrama – Pachayaku.
Fotografía: Jeferson Valderrama - Pachayaku
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