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HACIA PUNTA ARENAS, CON LA SOLEDAD A CUESTAS (Parte I)

  • Pachayaku
  • 16 jul 2019
  • 8 Min. de lectura

Actualizado: 21 jul 2019


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Pachayaku saliendo de Río Grande el jueves 11 de julio de 2019

El barro en la carretera destapada atascaba la bicicleta. La rueda delantera formaba surcos profundos en el suelo, como canales o vestigios del paso de un ciclista en la vastedad de una llanura con vegetación diminuta, pastos amarillentos y un camino abandonado a su suerte por dos países. La fuerza que las piernas le aplicaban a los pedales movía a Nina Wayra por entre una sopa marrón, con piedras diminutas azules y cobrizas. La presión de las ruedas contra el suelo generaba un sonido arenisco, que se metía en los oídos de Pachayaku como lo único que lo acompañaba en la soledad del paso fronterizo entre Argentina y Chile. La lluvia delgadita, como agujas, lo iba empapando poco a poco y el frío terminaba el trabajo de mermar las fuerzas y las ganas. Era el viernes 12 de julio de 2019, el reloj marcaba las once de la mañana y la temperatura estancada en los cotidianos grados centígrados que rozaban el punto de congelación.


El día anterior, a las siete de la mañana, Pachayaku abrió sus ojos descubriendo que todo aún estaba oscuro, como de costumbre en aquellos días de invierno. Lo primero que sintió fue una angustia tremenda, la piel se le erizó y un vacío profuso en su estómago se instaló en él. A pesar de la baja temperatura de la mañana, él no sintió frío, se levantó de la cama y fue la pesadumbre la que lo metió en sus pensamientos. Repasó sus días en la isla de Tierra del Fuego, vio los rostros de los niños sonriendo con las ocurrencias de Pachayaku, sintió la calidez de sus amigos argentinos que le brindaron un techo y amistad, y por primera vez, pensó con nostalgia en Colombia y en su familia. Aquella sensación apareció en el momento que estaba por tomar su bicicleta para salir de Río Grande, cruzar la frontera con Chile e intentar alcanzar la ciudad de Punta Arenas.


Al salir de la casa con rumbo a una cafetería cercana, notó que caía una llovizna delgada, fina y muy constante. Percibió el frío, pero no se estremeció con las bajas temperaturas, parecía un animal austral acostumbrado a la brutalidad del invierno y a las olas polares. Quedó de encontrarse con Daniela Ávalos, una fueguina con quien cultivó una amistad durante el mes vivido en Río Grande. Desayunó café con leche, cereal y jugo de naranja, mientras comía observaba la piel tersa de Daniela, sus pómulos pronunciados y su mirada hermosamente triste. La cuchara entraba en su boca por inercia, mantenía sus ojos en los de ella pero su mente la tenía en Colombia. Se comió el cereal con lentitud, luego de un sólo sorbo acabó con el jugo de naranja y con el café reposado mantuvo las últimas palabras con la mujer. Finalmente, la argentina y el colombiano se despidieron con un abrazo duradero. Jeferson se fue caminando por entre los andenes empapados de agua helada, esquivando a uno que otro transeúnte y a pesar que tenía su estómago lleno de comida, sentía un vacío demoledor en sus entrañas.


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Pachayaku con Daniela Ávalos, instantes previos a desayunar

En la casa de Evangelina Lera, una joven odontóloga que albergó en su hogar por un mes a Pachayaku, Jeferson sintió de forma inminente la salida de la ciudad de Río Grande, en su mente llevaba el rostro de su madre, algunos recuerdos pasaban por su cabeza mientras iba cargando las alforjas de Nina Wayra. El lugar se ubicaba en un quinto piso, no había electricidad y el ascensor dejó de funcionar. Los preparativos tomaron cerca de una hora, hasta que de tanto subir y bajar escaleras, la bicicleta quedó lista y Jeferson sintió que los pies le pesaban una tonelada, podía calcular el peso de sus vísceras y las manos le sudaban como un niño enamorado. Evangelina observó el cuerpo huesudo del ciclista forrado en camperas y ropa invernal, bajó su mirada y vio sus botas ajustadas, en su cabeza el chullo peruano y en su mano derecha guindaba ligeramente su casco azul, todo le indicaba a la mujer de treinta y tres años que su compañero de hogar de las últimas semanas estaba por irse para siempre. Bajaron las escaleras, en la puerta del pequeño edificio estaba Nina Wayra y la lluvia se estaba volviendo más intensa. Tras unos instantes en los que cruzaron palabras, consejos y agradecimientos, Jeferson aceptó que no podía dilatar más la situación, era hora de irse.


Antes de subirse a su bicicleta, pasó sus manos por su estómago, ya le preocupaba esa sensación de vacío, no tenía idea por qué se sentía de esa manera. Volvió a mirar a Evangelina, la descubrió con sus ojos negros intensos, finos y coquetos. Se detuvo en su cabello azabache que al abrazarla por última vez percibió en él un aroma primaveral, le dijo gracias con suavidad, alejó de ella su cuerpo pero al mismo tiempo la tomó de una de sus manos y volvió a agradecerle. Ella se quedó mirándolo, su rostro lo puso de lado, sonrió con ligereza y sus ojos almendrados y vivaces hicieron una mirada asiática que le resultó entrañable y hermosa a Jeferson. Empezó a pedalear a las once de la mañana, salió raudo, giró y tomó camino en dirección a la salida de la ciudad. En ese instante sintió con más fuerza aquel vacío, los brazos se le entumecieron, la piel se le erizó y de su boca salió una bocanada de aire tan espesa que pudo observarla con claridad. Empezó a llorar mientras pedaleaba, daba giros por las calles y esquivaba autos. Lloró y lloró, lo hizo sin hacer pausas, hasta que un estertor descomunal salió de su boca y la punzada en su estómago se liberó. Jeferson entendió que lo que sentía era soledad.


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Pachayaku con Evangelina Lera, instantes previos de la partida de Río Grande.

En todo aquel tiempo en la isla, siempre encontró compañía, personas de increíble bondad, más de lo que él pudo imaginar. No sólo hubo casas que lo guarnecieron del intenso frío, allí también encontró amistad. Pero la soledad que sentía era que por primera vez extrañaba su hogar y sintió ganas de renunciar, de no pedalear más y de regresar a Colombia en lo que fuera, pero desistir. En silencio contuvo tanto aquella situación, que engendró una soledad tremenda, la falta de su familia y hogar en Colombia estaba allí almacenada en su estómago, hasta que explotó y sucedió en el mejor momento. Cada cosa que salía mientras lloraba lo llenaba, mucho más que aquel café con cereal, lo metía con intensidad en el camino, le devolvió las fuerzas y la motivación para seguir, Pachayaku estaba salvado por la misma enfermedad que lo tenía en las últimas horas delirando de pesadumbre.


Pedaleó con fuerza, intensamente y tras liberarse del vacío intestino, volvió a sentir frío. Se puso de pie en los pedales, su cuerpo se movía de lado a lado, agitaba su cabeza cuando los hombros entraban en la cadencia de la bicicleta y su mirada la puso firme en la carretera. Pasó por el monumento de los héroes de Las Malvinas, se tomó las últimas fotos, hizo un vídeo corto y volvió a la bicicleta. Salió de la ciudad, continuó metiéndole un vatiaje increíble a Nina Wayra, parecía un poseído, un endemoniado que avanzaba furioso mientras llovía de forma copiosa. Los conductores de los autos tocaban sus bocinas, Pachayaku sentía aquellos gestos como una gran despedida de una ciudad que aprendió a amar. Al pasar el kilómetro quince, el cabo Domingo se abrió paso por entre la niebla. Luego vino el río Chico y varias fábricas, en una de ellas sus empleados protestaban en la calle y Pachayaku les regaló una de sus sonrisas gigantonas.


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El cabo Domingo al fondo, abriéndose entre la niebla

En algunas partes de la ruta había botellas plásticas llenas de orines, eran las porquerías de los camioneros que no se detenían a mear naturalmente y dejaban sus fluidos dentro de un plástico. En el kilómetro veinticinco, en una estación de pesaje de camiones, Pachayaku descubrió que él montado sobre Nina Wayra pesaba ciento veinte kilos, ese era el peso de su aventura. Continuó con fuerzas, sonriendo, saludando efusivamente a los autos de la ruta y viendo carneros pastando al lado de la carretera. El viento desde el sudoeste le levantaba su carpa que se iba al aire de forma estilizada, las personas que lo veían en verdad descubrían a un superhéroe y no a un hombre cualquiera, era el noble Jeferson Valderrama convertido en Pachayaku. Metros más adelante, muy cerca de los primeros veintiocho kilómetros fue la primera parada para hidratarse y comer algo, en pocos minutos el frío lo invadió y se preguntó por qué en la mañana no sentía frío sino aquel vacío en su estómago. La respuesta la encontraría más adelante, estando muy cerca de Punta Arenas. Volvió a Pedalear.


Se encontró con un ciclista que venía en dirección contraria, era un joven australiano que pedaleaba desde Ecuador y su destino era Ushuaia. Con él vinieron las buenas noticias, por la carretera había varios refugios con comida y lugares cómodos y secos para pasar las noches venideras. El hambre regresó bien entrada la tarde, así que en el kilómetro cincuenta y cinco hizo la segunda parada, se comió dos sándwich que Florencia Vogel, una mujer de Río Grande, a quien conoció durante su estadía en la ciudad, le preparó, incluyendo otras provisiones. Con cada mordisco y con los sabores de la comida recordó a Florencia y las tardes en las que tomaron mate, riendo a carcajadas hasta hacerse amigos. Lleno y con las energías repuestas para volver a pedalear, volvió a Nina Wayra. Llovía, aunque con menos intensidad que en las primeras horas de viaje.


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Pachayaku con Florencia Vogel, la mujer suministró las provisiones para el viaje

La carretera hasta San Sebastián era pavimentada, pero después de aquella población, el camino se hacía una trocha pedregosa, con barro, aguanieve y muchas piedras diminutas sueltas que hacían que los metros se alargaran. En eso pensaba Pachayaku, que estaba cerca del kilómetro sesenta y sabía que al día siguiente se tenía que enfrentar a esa carretera destapada y complicada para los ciclistas. Él seguía avanzando con velocidad, a lado y lado del camino no había nada más que un campo interminable con algunos guanacos que saltaban de un momento a otro y grupos de corderos que pastaban en solitario. Empezó el descenso, el mar con sus brisas gélidas estaba a su derecha, la lluvia se convirtió en una llovizna casi imperceptible y tras algunas curvas los avisos de San Sebastián aparecieron para desatar la alegría del ciclista, que pudo lograr los primeros ochenta kilómetros de recorrido en un mismo día. Era la primera vez y esperaba volver a repetir lo que hasta ese momento era su hazaña personal.


En la localidad logró encontrar con facilidad el refugio, gracias a la ayuda de un policía argentino. Era una pequeña casa en madera de colores vistosos, con calefacción, cocina, un lavaplatos, baños y algunas sillas. En el centro una zona amplia para extender una carpa o simplemente dormir en un ‘sleeping’. En la alacena encontró un vino malbec, lentejas, avena, galletas y atún. En menos de una hora la comida estaba lista, su ropa mojada extendida en la zona de los baños y Nina Wayra adentro, refugiándose también del frío y la lluvia. Guardó algo de lentejas cocinadas para comer en la carretera al día siguiente, abrió su bolsa de dormir y allí, acostado, con la oscuridad de la noche y la barriga llena de comida, volvió a sentir aquel vacío en su estómago, la soledad estaba ahí, de nuevo, junto a él.


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El interior del refugio en San Sebastián, Argentina

Continuara.



San Sebastián, Provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, 12 de julio de 2019.


Escribe: José Arnoldo Vargas C

Relatos: Jeferson Valderrama – Pachayaku

Fotografías: Jeferson Valderrama – Pachayaku

 
 
 

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