DE CAMINO A RÍO GRANDE, CON LAS TRIPAS CONGELADAS
- Pachayaku
- 30 may 2019
- 7 Min. de lectura
Ni los perros ladraban. Las calles estaban desoladas, no había personas caminando y no se veían autos. Eran las seis de la mañana, el cielo permanecía oscuro, impertérrito, profundamente negro y la temperatura era de dos grados centígrados bajo cero. Las luces ámbar de los postes eran tenues, una neblina estática dejaba escapar algunos atisbos amarillos y el silencio era sepulcral. Era la luna, Marte o lo que fuera. Jeferson Valderrama estaba de pie, muy cerca de alcanzar la calle. Tras unos pasos perezosos, evidenció que la carretera estaba congelada. Una capa de escarcha crujía por el peso del cuerpo del colombiano, acostumbrado a los veintiocho grados de temperatura en los amaneceres de verano en los llanos colombo-venezolanos. Miró a la derecha, luego a la izquierda. Retrocedió, dio unos diez pasos. Abrió su boca y lanzó bocanadas de aire caliente que se condensaron de inmediato. Estaba atónito, jamás en la vida había sentido una sensación de soledad tan abrumadora. Al volver a la puerta de la casa donde había pasado la noche, sintió una punzada ligera en las vísceras, eran las tripas que se le estaban congelando.

En las primeras horas del día domingo veintiséis de mayo, Pachayaku saldría de Tolhuin, rumbo a Río Grande, ciudad a poco menos de ciento diez kilómetros de distancia. Un recorrido que en el papel indicaba unas seis o siete horas en bicicleta. Le pone a Nina Wayra, una especie de sellador, cadena líquida la llaman en aquellas latitudes, y de esta forma, la ‘bici’ queda lista para enfrentarse al suelo helado. Vuelve la carga de alforjas, revisar que todo lo necesario esté completo y bien ajustado. El café con leche y las frutas que comió al desayuno, lo dejaron con las energías listas para emprender el camino. Emilio, dueño de la panadería La Unión, junto a sus empleadas, despidieron a Jeferson de manera calurosa. En aquel lugar pasó una semana, un buen techo, comida caliente y mucha cordialidad. La hospitalidad de los argentinos, una vez más, quedaba demostrada.
El recorrido fue dividido en paradas cada treinta kilómetros, para comer, hidratarse, descansar y estirar los músculos. Si las cosas salían bien, al final de la tarde, Jeferson estaría ingresando a la ciudad de Río Grande. Pero muy pronto, el clima, los dolores y algo de mala fortuna, harían que los planes cambiaran radicalmente. La nieve dominaba el paisaje, con los primeros kilómetros las energías estaban intactas y los saludos a los conductores volvieron, como una especie de ritual para que la gente sintiera que Pachayaku iba. La carretera a las afueras de la ciudad no estaba congelada -funcionarios del gobierno la riegan con agua de mar para descongelarla- pero sí muy empapada. La ruta parecía una montaña rusa, con pequeños ascensos y descensos, que dejaban ver el trazado a lo lejos. La primera parada fue rápida, agua y un chocolate para reponer energías y seguir.

Los guanacos empezaron a saltar. Tras las cercas al lado de la ruta los ágiles animales notaron la presencia de Pachayaku. Al principio, surgió uno de la nada. Tras unos minutos, eran varios, salían de cualquier parte, cruzaban la carretera endemoniados y de la misma forma, desaparecían sin dejar rastro. Otros, observaban al ciclista a lo lejos, comían una especie de hierba amarillenta, y de repente, salían a correr o se iban dando saltos en zigzag. Era el kilómetro cuarenta y dos, en la cabeza del superhéroe corría la certeza que iba rompiendo récords con su bicicleta, parecía que volaba en los descensos y que salía autopropulsado como un cohete en las pendientes. La sensación era tan buena, que la mente ocultó por varios minutos una molestia en la rodilla derecha. Así que no tuvo problema en seguir pedaleando con muy buen ritmo.

Por el lado derecho, la inmensidad del océano Atlántico, que a esa hora traía ráfagas de vientos polares. A la izquierda, una llanura con algunas ondulaciones y ni una sola edificación. Así era el paisaje en el kilómetro cincuenta y seis. Estaba por completar la mitad del recorrido, era hora de almorzar, tomar un nuevo descanso y pensar en terminar, aunque ya había algo de presión por el tiempo. La temperatura volvía a bajar, rozando los cuatro grados centígrados pero con el feroz viento que venía desde el mar, la sensación térmica estaba muy cerca al punto de congelación. Tras el almuerzo, pasadas las cuatro de la tarde, el odómetro indicaba que el ritmo había decrecido de manera considerable y el dolor profuso en su rodilla se hizo manifiesto. Ya no era posible cumplir la meta, la angustia inicial se transformó en miedo, en un miedo parsimonioso que luego le ocupó por completo la cabeza.

Cuando las nubes se fijaron en lo profundo del horizonte, reduciendo la luz del sol, el ciclista se salió del camino en el kilómetro setenta y dos, se fue caminando, llevando su bicicleta con las manos, buscando un lugar muy plano para armar su carpa. Mientras lo hacía, el miedo se apoderó de él por completo, era consciente de las terribles condiciones climáticas en aquella parte del mundo, iba a pasar la noche en una de las islas más australes de la tierra y con el invierno a cuestas. Además, era la primera vez que acampaba solo. Con la seguridad que le podía brindar la carpa, comió algo de chocolate, bebió agua y se preparó para dormir desde temprano. Al entrar la noche, el frío descendió de manera brusca, sentía que los cabellos se le congelaban y no le quedó más remedio que encerrarse por completo dentro de la bolsa de dormir.
El viento galopante desde el océano azotaba la carpa, formando cacofonías endemoniadas que le susurraban en lo profundo de su cabeza. Luego las tripas sonaron, era un reclamo justo por comida, pero solo quedaba algo de chocolate. Algunos ruidos de animales aparecían de ipso facto, los sentía muy cerca y luego desaparecían por completo. En toda la noche el viento huracanado nunca se detuvo, el ruido del aire rozando las fibras de la carpa, era como el ruido de las olas en la cabeza de un náufrago. Se está volviendo loco. Sin poder conciliar el sueño, a las nueve de la noche pensó en escribir, así que ubicó un lápiz y una hoja de papel, sentía la íntima necesidad de dejar consigna de la situación que estaba atravesando, como una especie de vestigio por si no lograba superar la noche. El termómetro marcaba los dos grados centígrados bajo cero, pero la sensación térmica se ubicaba en menos seis. Así que cuando tomó el lápiz descubrió que estaba congelado. Era un pequeño y largo bloque de hielo amarillo.
Después de abandonar la escritura y casi al borde de quedarse dormido, aparecieron unas inexorables ganas de orinar. Aguantó unos minutos, media hora, un par de horas, pero a las dos de la madrugada, aceptó que debía salir a la intemperie. La cremallera del saco de dormir le recordó el frío inclemente. Luego, sucedió lo mismo con la carpa y sus seguros que estaban congelados. Lo primero que sacó, fue una de sus piernas. Dos minutos después, un brazo, hasta que su cabeza quedó afuera. El viento le lanzaba dentelladas inmisericordes, latigazos que le producían dolor y sus manos temblorosas no eran capaces de encontrar sus genitales. Orinando, logró alzar la mirada, el cielo estaba despejado y repleto de estrellas, y una nube luminosa de polvo cósmico atravesaba el firmamento. Fue una especie de consuelo, ante la tortura de orinar a temperaturas bajo cero.

Al día siguiente, sobre las nueve y treinta de la mañana, y tras estar unas catorce horas dentro de la bolsa de dormir, Pachayaku decide salir de la carpa. Observa el techo completamente congelado, con unas agujas de hielo que se extienden un par de centímetros, como estalagmitas que se formaron en la misma dirección del viento. El suelo alrededor del toldo amarillo, está cubierto por una fina capa de hielo, no hay vegetación, no hay aves volando, solo el viento huracanado y aquel frío demoledor. El estómago le volvió a sonar, tenía tanta hambre, que mientras preparaba a Nina Wayra para seguir el camino, se imaginó platos de comida y una tasa de chocolate caliente. Las cosas que iba sujetando a la bicicleta las encontraba tan frías, que supuso que el sonido de las tripas, más allá de tener hambre, seguramente era porque estaban congeladas.
Le restaban cuarenta kilómetros hasta su destino, los primeros pedalazos fueron dolorosos. El frío estaba metido dentro de las carnes, músculos, tendones y sangre. El dolor de la rodilla apareció en pocos minutos, el viento lo golpeaba, frenaba su pedaleo y en poco tiempo no le quedó más remedio que pedalear suave, haciendo poco esfuerzo. Esto supondría más tiempo en aquella carretera desolada. En el kilómetro noventa, apareció un enemigo silencioso, pero muy peligroso para la salud, sus pies estaban tan fríos que dejó de sentirlos. Para contrarrestarlo, pedalea con intensidad, intenta generar calor a toda costa, deja de mirar el odómetro, se olvida de los tiempos, se olvida de él mismo y le mete potencia a Nina Wayra. Avanza frenético, hasta que al fin, cuando las fuerzas lo abandonaban, cuando le dolían las dos rodillas y se siente mareado, acabado, casi al límite de su resistencia, logra ver al fondo a la ciudad de Río Grande, que se alza frente al mar.
En la ciudad lo espera Marcela Gómez, una payasa hospitalaria, a quien Jeferson contactó antes de salir de Tolhuin. Ella le ha ofrecido techo y comida por unos días, mientras sigue el recorrido hasta otra ciudad. Desde el ingreso de Río Grande hasta la casa de Marcela, hay diez kilómetros, los cuales recorre con mucho dolor y tiritando. Al llegar a la residencia esquinera de paredes blancas, frente al mar y con un pino gigantesco en su jardín, la chica lo recibe con un abrazo y le dice: “Che, estás congelado”.

Escribe: José Arnoldo Vargas C.
Relatos: Jeferson Valderrama – Pachayaku
Fotografías: Jeferson Valderrama – Pachayaku
Río Grande, Isla Grande de la Tierra del Fuego, mayo 30 de 2019.
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